sábado, 6 de enero de 2018

El palacio irreal

Este  perro ha visto cosas que no creerías...
Hoy día de reyes procede discurrir un relato real. Volveremos a tal fin al siglo XIX, adonde nos lleva una villa singular que aquí queremos consignar (y también, por qué no decirlo, como viaje terapéutico a un tiempo pasado que en absoluto mejor fuere, que hay que ver lo movida que resultó la tal centuria). Ante todo quiero dejar claro, tan preñado de memoria está el palacio que centra nuestra entrada, que, aunque pueda no parecerlo, lo que a relatar paso (vaya, hoy me sale una sintaxis tan rancia como el relato que prosigue, o como la del galáctico Yoda) es rigurosamente real. Si no eres mucho de historia(s) encarecidamente te recomiendo que dejes aquí tu lectura y te dediques a otros menesteres, ve en paz, perdonado quedas.

Nuestro relato empieza en San Sebastián en en el último cuarto del siglo XIX, en una elevada finca conocida como Ayete (o Aiete), por el nombre de una de las familias de más abolengo de la localidad, los Fayet (o Hayet), saga de origen gascón que habría habitado esta portentosa colina desde la Edad Media. Su estratégica situación dominando la ciudad la había hecho protagonista de no pocos lances guerreros (como la primera Guerra Carlista, que dejó la zona arrasada). En 1865, Eduardo Carondelet y Donado, marqués de Portugalete y duque de Bailén, compró el muy preciado terreno. El duque, de familia palaciega y cortesana, se hallaba a la sazón casado con la donostiarra María Dolores Collado y Echagüe, hija del marqués de la Laguna, que fue ministro de Hacienda y Fomento con Isabel II. La propia Dolores, de una edad similar a la reina, se convertiría en fiel amiga de la monarca especialmente en los difíciles momentos en los que fue destronada y hubo de exiliarse. Los duques de Bailén apoyaron a su vez la restauración de su hijo Alfonso XII, con el que también entablaron estrecha relación. Tanto confiaba el rey en los duques que, cuando murió la famosa María de las Mercedes, su primera cónyuge seis meses tras su casamiento, le confió a Carondelet la tarea de desplazarse a Viena para pedir oficialmente la mano de María Cristina de Habsburgo, que se convertiría en su segunda esposa.

Pero volvamos a Ayete. Los duques, antes que preocuparse por levantar el casoplón veraniego de rigor (su residencia habitual se hallaba en Madrid), quisieron hacer de la finca fabuloso jardín romántico para disfrute y retiro propios y de sus selectas amistades (la primera vivienda que se construye es de hecho la del jardinero fiel, Pierre Ducasse, bayonés que acabaría afincándose en San Sebastián). No se escatiman medios: el jardín estará regado por bellos canales y estanques, y dada la extrema orografía de la finca, será menester instalar una potente bomba de vapor en una estilizada caseta adyacente al futuro palacio que eleve el leve agua a la parte más alta, desde donde se precipitará al profundo valle inferior en forma de bella y sonora cascada. La prensa madrileña se hace eco de tamaño obrón ya en 1867 con estas entusiastas descripciones: "el vasto y espacioso jardín ha recibido todos los adelantos modernos, no solo en la forma, sino en los accesorios. Allí se ven las flores más raras de Europa, los árboles y arbustos menos comunes, todos los prodigios del arte hábilmente combinados con los productos de la naturaleza", según recoge el libro Villas de San Sebastián II de Lola Horcajo y Juan J. Fernández que estoy utilizando como guía en esta singular singladura al pasado. Pero la pieza más sobrecogedora del conjunto será la gruta artificial diseñada por el arquitecto rocailleur Eugène Combaz. Ya había trabajado para entonces en el Bois de Boulogne parisino y poco después de acabar nuestra gruta lo volvería a hacer para el aquarium del Campo de Marte y el del Trocadero que realizó para las exposiciones universales de 1867 y 1878 de París. Su coste según la prensa de la época se elevó a 300.000 pesetas (más del doble de lo que había costado la finca), cifra que probablemente incluiría todo el sistema de alimentación de agua, depósitos, estanques y el diseño general de los jardines. Aún hoy llama la atención esta cueva impostada (tan a tono por cierto con la ciudad: la bahía de la Concha resulta de una belleza tan inverosímil que parece estar hecha por una legión de rocailleurs), donde es difícil no preguntarse cuántos secretos de estado y escandalosas confidencias habrán sido musitados al refugio de la canora cascada, cuántas doncellas en flor habrán deshojado aquí sus margaritas y cuántos enamorados acaso desflorados con desaforado y gozoso ímpetu.

Prosigo que esto se me va de las manos. Los duques de Bailén se deciden al fin a levantar el palacio, cuya construcción retrasaría la Segunda Guerra Carlista, que aunque centrada en Cataluña también alcanzará al País Vasco. En 1875 Ayete es, una vez más, bombardeado, pero al año siguiente la derrota de Carlos es ya completa. El 21 de febrero caen las últimas posiciones rebeldes del área de Donosti tras cinco meses de ataques y el mismo 22 subía Alfonso XII a la finca de sus amigos para contemplar la ciudad. Los duques encargan la construcción de la mansión al belga Adolphe Ombrecht (autor del palacete madrileño en el que vivían, muy cerca de la Puerta de Alcalá y hoy desaparecido, o del Palacio de Linares, la actual Casa de América, justo enfrente de Cibeles). La culmina en 1878 en estilo Segundo Imperio en lo más alto de la finca, con lo que su visión repentina tras ascender por el empinado camino que atraviesa el parque desde su entrada inferior tiene un efecto teatral, como de aparición irreal. El palacio va a tener visitantes ilustres, deviniendo una suerte de pequeño palacio real. Isabel II estaría exiliada, pero bien que visitó la finca donostiarra y se alojó en ella largas temporadas (no olvidemos su estrecha relación con los duques de Bailén). Por las mismas fechas Alfonso XII, que como veíamos había subido a lo alto de Ayete cuando aún no existía el Palacio para celebrar la victoria sobre los carlistas, volverá a la finca en 1883 acompañado por su esposa María Cristina (recordemos de nuevo que el propio duque había pedido su mano en representación del rey). La reina quedó tan prendada del lugar que se rumoreó que lo quería comprar. El rumor se haría realidad en la cercana finca sobre el Pico del Loro, donde la reina, ya viuda, construiría una (ahora sí) real residencia para el verano en 1893 (el Palacio de Miramar).

En 1889 otra personalidad real se pasaría por Ayete. La reina Victoria nada menos, soberana del Reino Unido y emperatriz de la India, a la sazón con 70 años y 52 de reinado. Veraneaba la reina en Biarritz y quiso pasarse por la vecina Donosti, por entonces en plena expansión. El ayuntamiento echó el resto con todo tipo de ornamentos, incluyendo "un millón de violetas venidas de Niza" según cuentan las imaginativas crónicas y la reina regente Maria Cristina de Habsburgo, ya viuda, vino a la ciudad a recibirla. Se preparó un frugal almuerzo en Ayete al que asistieron las dos reinas viudas y los príncipes de Battenberg (Beatriz, la menor de los nueve hijos de Victoria, y su marido Enrique). En un dibujo de la época representando el ágape (recogido en el mencionado libro Villas de San Sebastián II) aparecen ambas reinas, los príncipes, varios sirvientes con librea y, justo a la vera de Victoria (de riguroso luto tras la muerte casi 40 años atrás de su idolatrado esposo el príncipe Alberto), un mayordomo con turbante, que probablemente se trate de Abdul Karim (el Munshi, "maestro" en hindi). Por aquel entonces Victoria, subyugada por la India, tenía a su servicio a este asistente hindú al que tomó gran aprecio y no abandonaba ni a sol ni a sombra, para desmayo de su familia que debía soportar los frecuentes comentarios maliciosos en la prensa sobre dicha relación (los mismos que se habían originado por su también estrecha relación con otro sirviente ya fallecido para entonces, el escocés John Brown, para el que la propia reina escribió una extensa necrológica para el Times, hubo no pocos que apodaron a Victoria Mrs Brown, hay película con Judi Dench como reina). Pero volvamos raudos al almuerzo en Ayete. Correteaban por allí, quizá jugando entre las esculturas de sendos perros molosos (copias de un original griego del s. III a.C.) que guardan la entrada del palacio, los hijos de María Cristina (entre ellos el rey Alfonso XIII de tres tiernos años por aquel entonces) y de la princesa Beatriz (entre ellos Victoria Eugenia, de 2 añitos). Quiso el destino que diecisiete años más tarde ambos se casaran e iniciaran un incierto reinado marcado por atentados (el mismo día de su boda), guerras y exilios (doble en el caso de la desdichada Victoria Eugenia: hubo de huir de España cuando se proclamó la República y de su país natal también fue expulsada debido a sus orígenes alemanes cuando se declaró la Segunda Guerra Mundial). Regresaría a España tan solo en una ocasión (1968) para el bautizo de nuestro actual rey, Felipe VI.

Hasta bancos de Mansilla y Tuñón hay aquí. 
Sigamos un poco más con la historia de nuestro singular palacio. En 1912 sería adquirido por nuevos moradores, también de rancio abolengo como los duques de Bailén: los condes de Casa Valencia, Emilio Alcalá Galiano, embajador, ministro, senador y académico de la Lengua, y su esposa Ana de Osma, hija del embajador del Perú. Los condes residían en Madrid, en un palacio, cómo no, del Paseo de la Castellana que milagrosamente aún se conserva (es el actual Ministerio de Interior). Con ellos se amplió Ayete, al que se añaden dos cuerpos laterales según planos del arquitecto donostiarra Juan José Gurruchaga (en la fachada principal están pintados en blanco). Fueron famosas las fiestas que organizaban (tanto en Madrid como aquí), con asistencia por supuesto de la reina María Cristina. Emilio ya había tenido trato real ya que se marcó con Isabel II, cuando ambos contaban apenas 20 años, un schotisch (que no es otra cosa que el famoso chotis que entonces empezaba a popularizarse, con semejante nombre ¿tendrá origen escocés?) en el Palacio Real madrileño que registró la prensa rosa del momento.

Pero quedaba ya poco para que las díscolas fiestas de los Alcalá Galiano llegaran a abrupto término. El siglo XX será duro con Ayete. Pero casi que lo dejamos para una futura entrada, que te veo ya fatigado.

¿Otra gruta artificial?


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