domingo, 26 de noviembre de 2017

Freespace


Acabábamos la entrada anterior hablando de vástagos prodigio, vestigios que aunque cada vez más denostados siguen apareciendo aquí y allá (más allá que acá ciertamente, que por aquí ya estamos servidos: en el top-ten de white elephants mundiales que acaba de elaborar The Guardian tres son españoles). Vamos a retomarla hablando por ejemplo de dos edificios (?) que paradójicamente aparecen reseñados por Kosme de Barañano en el último número de Arquitectura Viva dedicado, como decíamos, al Back to Basics: poco básico desde luego nos parece esa especie de enorme cobertizo móvil (The Shed) que Diller Scofidio + Renfro está ultimando en Nueva York, y que gracias a unas ruedas del tamaño de una persona podrá mover sus 4.000 toneladas para, en tan solo cinco minutos, desplegarse y dar cobijo a 2.700 asistentes. Siguiendo con las referencias a la ciencia ficción con las que también acabábamos la última entrada, The Shed nos recuerda a esos terribles arácnidos de Starship Troopers, película de ese provocador profesional que es Paul Verhoeven, autor de varias cintas del género (como Robocop o Desafío Total) que si no harán historia sí al menos molan (para un ratico) gracias a ese punto irónico, testosterónico y macarra que las permea (¿te apetece ver el tráiler?). Pensarás que ya me vale de comparar la arquitectura más actual con la ciencia ficción, pero que conste que esto lo hace también (y obviamente mucho mejor) David Rivera (profesor de la ETSAM que acaba de publicar La otra arquitectura moderna) en el número 4 de su revista Teatro Marittimo (que ya hemos citado aquí antes), en un magnífico artículo que se llama El monumento que cayó del cielo, Arquitectura-espectáculo y colisiones urbanas a principios del siglo XXI, título que casi ya por si solo merece un Pulitzer. El artículo se inicia con una cita de Edmund Burke: "Todo lo que tiende a elevar al hombre en la opinión acerca de sí mismo produce una especie de hinchazón o de triunfo que es extremadamente agradable para la mente humana; y esta hinchazón nunca se percibe tanto, ni opera con más fuerza, como cuando estamos en relación con objetos terribles sin peligro, ya que la mente reclama siempre para sí parte parte de la dignidad e importancia de las cosas que contempla". Pero volvamos ahora al artículo de Barañano, que reseña igualmente otra folie de Heatherwick (The Vessel), también en Nueva York, escalera a ninguna parte o "menhir contemporáneo" más cerca de la escultura que de la arquitectura ¿Será aquí donde Koolhaas amenaza con hacer una exposición en 2018 sobre todo lo que no es ciudad -habla de montarla en una "major -spiral shaped- venue in Manhattan" en un reciente artículo para The Economist en el que preconiza una vuelta al campo (!!)? En esta misma línea de objetos terribles estarían la franquicia del Louvre para Abu-Dhabi a cargo de Nouvel o el monumento  al Holocausto en Ottawa de Libeskind (que abre la entrada de hoy), preñado, como todos sus edificios, de aristas cortantes, quizá sea la razón por la que el arquitecto estadounidense lleva ya, si mal no recuerdo, tres edificios con este dedicados al holocausto judío: la forma sigue a la función (reflejar el dolor).

Frente a tanto prodigio atormentado volvemos a nuestro pier de Hastings, insospechado premio Stirling. Los arquitectos (dRMM) se guardan su vanidad (la hinchazón que dice Burke) y hacen un somero muelle sin el más mínimo aspaviento dejando un espacio abierto al servicio de la comunidad, en línea con el tema de la próxima bienal de arquitectura de Venecia del año próximo,  Freespacedirigida por Grafton Architects. Así lo explican las arquitectas irlandesas: "Freespace se centra en la capacidad de la arquitectura para proporcionar regalos espaciales gratuitos y adicionales para aquellos que los usan. (...) Freespace puede ser un espacio de oportunidad, un espacio democrático, no programado y libre para usos aún no concebidos. (...) Freespace abarca la libertad de imaginar el espacio libre del tiempo y la memoria, uniendo el pasado, el presente y el futuro juntos, construyendo sobre capas culturales heredadas, tejiendo lo arcaico con lo contemporáneo". Amén. 




domingo, 19 de noviembre de 2017

El fill pròdig





Pues sí, hoy tengo el día victoriano. Nos vamos a 1872 y a Hastings, sureste de Inglaterra. ¿Cómo? ¿Que qué tiene de último esto? Ya tenemos a la mosca disruptiva de rigor. Pues mira, ahora me voy 800 años más atrás y te digo que en esta localidad costera, en el 1066 nada menos, se libró la batalla clave que permitió a Guillermo el Conquistador arrebatar las islas a los sajones (la conocida como Conquista Normanda). Eso por hablar. En fin, me vuelvo a 1872 con la venia. Hastings era para entonces un enclave turístico gracias a las tímidas mejoras laborales que acababan de introducir por ejemplo los Bank Mondays (cuatro días de fiesta al año), que empujaron a no pocos londinenses a chapotear en su playa, con ayuda del tren que en la década de 1840 la conectó con la red ferroviaria británica (por aquí pasó algo parecido poco después cuando se unió por vía férrea Madrid y Aranjuez, aunque hay que reconocer que los pioneros en este tema son los británicos: la primera locomotora de vapor se inventó allí nada menos que en 1812 y se llamó Salamanca, como lo oyes, y es que el duque de Wellington libró en la ciudad universitaria una victoriosa contienda -la batalla de Arapiles- en el marco de la Guerra de la Independencia). Volviendo a Hastings decir que la localidad decidió entonces invertir en un poderoso pier (muelle), que, a diferencia del resto de los que festoneaban las costas aledañas dispusiera de un edificio icónico. Lo diseñó Eugenius Birch, un ingeniero que se inspiró en la arquitectura india que tanto le impactara mientras trabajaba, precisamente, en la creación de las líneas férreas del país asiático. No se andaron por las ramas: su presencia como puedes ver en las añejas fotos impresiona y su aforo alcanzaba las 2.000 personas. 

Hagamos ahora un periplo espacio-temporal, porque me sale, y veamos cómo era un día cualquiera en la vida del recién inaugurado pier. Vaya, el día que nos ha tocado está revuelto y hace un viento racheado. Unas pocas familias se aventuran por el muelle. Empieza a caer una pertinaz lluvia, y una banda de niños corretean perseguidos por unas alarmadas madres que enarbolan frágiles paraguas que de poco sirven frente a las impetuosas ráfagas de viento. Un señor con bombín se intenta guarecer con una copia de All the Year Round, la revista literaria de Dickens donde se publicaron por entregas no pocas novelas (algunas de las suyas sin ir más lejos), mas el periódico, impetuoso, se le escapa de las manos y va a parar al inclemente mar. Al poco ya no queda nadie. Bueno no, aguarda, hay una figura espectral que parece extrañamente parada en mitad del malecón. Acerquémonos. Es un hombre alto y fornido que lleva una gorra de marino holandés calada hasta las orejas. Frisa acaso la cincuentena. Bajo su hirsuto bigote (hirsuto es una palabra fea de narices, lo sé, suena como a insulto japonés, pero me parece muy decimonónica) surge una prominente cachimba ya apagada por la lluvia pero aún humeante. Su tez, bruñida por el sol y el viento, le delata como marino, quizá por los Mares del Sur. Algunas de las gotas que resbalan por su cara acaso no sean de lluvia. Todos los días viene al pier y mira como allende el mar, por donde hará un año su hijo marchó para probar fortuna. Narcisista, soberbio, egocéntrico, mimado sin remedio, al rey del mambo de Hastings el pueblo se le quedaba pequeño. El padre, hombre de pocas luces, intentó sin éxito retenerlo, hasta llegar a las manos una tarde aciaga en una taberna portuaria. Al marino ahora le llegan noticias de que su hijo las está pasando canutas de estibador en Amberes, que apenas tiene donde caerse muerto, que su vida es un desastre, que quiere volver pero su orgullo se lo impide. ¿Habrá aprendido la lección? Llora al cabo el padre por no haber sabido retenerle, por el caos que ha devenido su vida y por el incierto futuro si regresa. ¿Sabrá a su vuelta dar la justa dosis de cal y arena o lo perderá para siempre?

Hoy ya el pabellón de Birch solo se puede ver en foto. Un incendio en 1917 se lo llevó para siempre, y en su lugar se levantó un edificio mucho más sencillo (estamos en plena Primera Guerra Mundial) que fue desde el primer momento objeto de crítica por los vecinos, que lo llamaban despectivamente "el granero". En 1930 se le puso una bella fachada art decó. Poco a poco el muelle se fue llenando de construcciones mientras devenía una suerte de abigarrada feria permanente. Sufrió tormentas y huracanes que lo dejaron tocado, y allí tocarían ya en los 60 artistas hoy globales como los Rolling Stones, Jimi Hendrix, Tom Jones, The Who o Pink Floyd. En 2010 finalmente sucumbió a un incendio. 


El estudio de arquitectura londinenese dRMM fue elegido para la tarea de devolver a la vida al chamuscado muelle. Y el resultado, anodino de entrada, le ha ganado el premio Stirling de este año (competía con rivales de perfil bajo, inexplicablemente por ejemplo no estaba la Switch House de Herzog y de Meuron, quizá por no dar protagonismo a los grandes, aunque sí estaba en la lista final de candidatos una intervención de Rogers en el British Museum que de todas formas ha pasado bastante desapercibida). Según el jurado, la victoria se la merece por haber sabido ir más allá de la labor de un arquitecto buscando financiación para el proyecto (consiguieron mediante crowfunding la cantidad de casi 600.000 libras) e involucrando en él a la comunidad en un largo y complejo proceso que ha durado siete años. Oliver Wainwright destaca también el acierto de poner el inevitable pabellón no al final del muelle, como había hecho Birch, sino al principio, dejando un impresionante plataforma vacía al final (que contrasta con el atestado batiburrillo de construcciones del antiguo pier), dispuesta a recibir las instalaciones y eventos temporales que sin duda la llenarán pronto. El crítico de The Guardian señala también el parecido del pequeño pero elegante pabellón de dRMM con nada menos que la Casa Malaparte (aquí hablábamos de ella). 





Necesitamos el pasado como soporte nutricio del presente (nutricio también es una palabra de fonética chunga, por cierto), que dice Fernández-Galiano en el último Arquitectura Viva, precisamente dedicado al regreso arquitectónico a lo básico (Back to Basics: Building Before Bling es su aliterativo subtítulo), y que protagoniza una "Joven Cataluña" de la que se traen varios ejemplos que, como el muelle de dRMM, restauran con tino preexistencias (destaco el Centro Cívico 1015 de H Arquitectes). La arquitectura transita del destello a la desnudez, sigue diciéndonos nuestro Zeitgeist whisperer. No para todos. Aún sigue habiendo destellos galácticos (algunos casi abochornantes), como este presunto guiño a Star Wars en la Biblioteca Nacional de Qatar a cargo de Koolhaas (¿no te recuerda a una nave imperial?), no sería la primera vez...


sábado, 4 de noviembre de 2017

Xocs



Volvemos a la City, enclave londinense al que ya hemos dedicado unas cuantas entradas. Verdadero xoc de trens arquitectónico (como puedes observar en la foto), unos cuantos grandes de la arquitectura han dejado aquí su huella (o al menos lo han intentado). El mismísimo Mies proyectó para esta zona una torre que finalmente no cuajó, en su lugar Stirling acabaría levantando un estridente edificio (lee la historia completa aquí). También muy cerca Koolhaas hizo para Rotschild una sobria y elegante torre inmaculadamente rectilínea, quién sabe si queriendo recordar en plan fantasma del padre hamletiano el proyecto del arquitecto alemán, que el holandés tiene mucha retranca. Foster acaba de inaugurar aquí la sede europea de Bloomberg, con la que nos meteremos en el segundo párrafo, aunque el de Mánchester ya tenía justo al lado un galáctico edificio de oficinas en forma de armadillo, el Walbrook. Hay también obras clásicas, como el Banco de Inglaterra de Soane, un banco de Lutyens reconvertido en hotel con un restaurante diseño de Terence Conran nada menos o la pequeña iglesia de San Esteban Walbrook, encapsulada hoy entre grandes construcciones modernas (en esta foto la puedes ver entre la torre de Koolhaas y The Walbrook de Foster), construida poco después del famoso incendio de 1666 por Christopher Wren. Como ves, el nombre Walbrook se repite mucho por aquí, se trata de un río que cruzaba esta zona (hoy ya cubierto), y que resultó crucial en la fundación del Londinium romano allá por el 40 d.C. O sea, que 2.000 años nos contemplan.

Pues como digo el último en construir en tan sensible ubicación ha sido nuestro Norman Foster, que ha levantado para el antiguo alcalde de Nueva York (Bloomberg estuvo presente por cierto en el foro que Foster organizó en el Teatro Real de Madrid hace unos meses coincidiendo con la inauguración de su fundación), una sede que en la foto de arriba aparece detrás del edificio triangular que está justo en el centro de la imagen. Nosotros también hablábamos de esta sede hace ya algunos años, y citábamos al propio arquitecto, que definía su proyecto como una construcción nada tímida. Lo que son las cosas, cuatro años después justamente se la pone a caldo por serlo en exceso: ahí tenemos la cañera crítica de Oliver Wainwright, que sin cortarse un pelo asemeja el edificio (en el mismo titular) a un cortinglés de provincias que encima ha costado la friolera de 1.000 millones de libras. Para mí que los sufridos londinenses están ya tan acostumbrados al desaforado skyline de la ciudad que la sobriedad se les antoja un peñazo. Por cierto que el mismo Foster junto a Nouvel estuvo a punto de construir en este mismo solar hará unos años un edificio mucho más a tono con sus pavorosos vecinos para el que la española Metrovacesa había comprometido 600 millones de libras. Al final la crisis se lo llevó por delante (no hay mal que por bien no venga), aunque ya se le había asignado mote: el casco de Darth Vader, sí, tal y como lo oyes. No veas el cachondeíllo de la prensa británica cuando el proyecto se vino abajo: que si la fuerza no les acompañó, que si Foster y Nouvel sintieron la fuerza de la recesión, y tal. Frente a semejante despropósito el nuevo edificio de Bloomberg mantiene un perfil bajo, que para aspavientos y xocs ya tenemos a Viñoly (la foto de arriba, de Foster+Partners, no es nada inocente), y busca transmitir confianza y estabilidad siendo casi su única "nota de color" unas pantallas móviles de bronce en la fachada para regular la entrada de luz (Foster las llama branquias -gills-) y la instalación de Cristina Iglesias Arroyos olvidados, muy apropiada para el lugar aunque habría que señalar que la artista donostiarra ya lleva años trabajando en este tema y para el Centro Botín ha hecho algo parecido (Wainwright, demoledor de nuevo, señala que quizá la instalación, que le recuerda a una "fétida ciénaga", sea una metáfora de los oscuros manejos de las empresas de servicios financieros...). Rowan Moore, crítico de The Observer mucho más benévolo con la sede, resalta sus impresionantes logros en términos de sostenibilidad, el edificio gastaría un 70% menos de agua (los inodoros funcionan con un sistema de vacío) y un 40% menos de electricidad que la media, Wainwright también lo señala pero lo contrapone a la enorme energía embebida, que diría Fernández-Galianoque suponen los exóticos materiales que se han utilizado en su construcción: 600 toneladas de bronce traídas de Japón y grandes cantidades de granito indio. Moore destaca también su osado diseño interior con una espectacular escalera helicoidal que asemeja a las esculturas de Serra (quizá para compensar el discreto exterior, un patrón típico de los edificios de la City), junto con una voluntad de diseñar un entorno amigable para los más de 4.000 empleados de la empresa de información digital, destacando por ejemplo el espacio llamado La Despensa (donde obviamente se sitúa el comedor para los empleados), junto al que se ubican colmenas de verdad, un gran acuario y un invernadero combinando sin prejuicios tradición y modernidad, lo digital y lo analógico o lo virtual y lo háptico, que diría Pallasmaa. Por cierto que como no hay dos sin tres, otro de los grandes de la crítica arquitectónica inglesa, Jonathan Glancey, que escribió en The Guardian de 1997 a 2012 y es autor, junto con otros libros, de una recomendable Historia de la Arquitectura (aunque en mi opinión muy sesgada hacia mundo anglosajón), también ha dado su versión de la sede de Bloomberg en el último AV Monografías (200) dedicado a Foster y en el que participan otros señeros críticos de la altura de Goldberger, Jencks, Negroponte, Sudjic o Zugaza, antiguo director del Prado que reseña, claro está, el proyecto de la rehabilitación del Salón de Reinos. Glancey habla del edificio como un "vecino respetuoso" que resulta "incluso discreto" en su exterior, y que muestra "que la nueva arquitectura de la City (y de Londres en su conjunto) puede ser a la vez antigua y moderna sin caer en la trampa del historicismo" destacando su carácter cívico también por haber realizado el enorme esfuerzo (reconocido sin ambages por Wainwright y Moore) de alojar en sus entrañas el templo romano de Mitra del s. III, descubierto en 1954 y que se había movido de su emplazamiento original poco después para construir un edificio. Ahora se ha realojado, junto con 14.000 piezas (entre ellas unas tablillas con los primeros documentos escritos a mano encontrados en Gran Bretaña), en un museo situado en el sótano del Bloomberg, justo en el lugar donde fue hallado.

Acabamos ya esta densa entrada, tan abigarrada como la propia City. Buena semana.