domingo, 11 de junio de 2017

Mirar de otra manera

Momento premium
Siempre pensé que Cosentino era una marca italiana. La fonética del nombre y esa persistente voluntad de excelencia no parecían pertenecernos. Y resulta que no, que es completamente española. Empezó a darse a conocer por sus encimeras de cocina, de las que Arguiñano hacía gala en sus programas televisivos, pero ha ido a más, saltando primero a suelos y finalmente a las fachadas gracias a un trabajo de experimentación que ha permitido a la empresa crear bellos materiales sintéticos con apariencia de naturales pero más resistentes. Es por tanto lógico que la firma, radicada en Almería y activa ya en 28 países, haya buscado complicidades en el mundo arquitectónico. Años ha descubríamos con asombro cómo habían echado los tejos a Libeskind nada menos, quien crearía para ellos una escultura recubierta de uno de sus materiales (Dekton), y cuya esforzada explicación en la propia web de la compañía nos dejaba exhaustos tal y como reflejábamos en una entrada surreal que, tras releerla, me dan ganas de eliminar (como tantas otras). De todas formas, tras pensarlo un ratico, llego a la conclusión de que esa retranca pachanguero-cross curricular es nuestra gran aportación a la blogosfera arquitectónica, nuestro, podríamos decir, valor añadido, así que ahí se queda (si además no me lee ni el tato, que más da), y lo que es más, te voy a dar el enlace para que la disfrutes en su plenitud toda.

Pues en estas estábamos cuando, hace unas semanas, resulta que por Arquitectura Viva.com me entero de que Cosentino iba a inaugurar una flagship store en La Castellana madrileña con la asistencia de Luis Fernández-Galiano, Emilio Tuñón y Patxi Mangado nada menos, así que, ni corto ni perezoso, aun a riesgo de sentirme cual cefalópodo en garaje, allí que me fui a ver qué se cocía. Aparte de la presentación del cuidado local el evento también buscaba dar a conocer la revista corporativa de la firma que, de nombre C / Magaceen, se centra en el mundo arquitectónico y está realizada por la escudería de Arquitectura Viva, con José Yuste como director adjunto y Miguel Fernández-Galiano, hijo de don Luis, como director de arte (estuvo también presente en el acto). Aunque no la conocía, trasteando por internet ya me había topado con alguna de sus entrevistas -seguramente el apartado más interesante- en las que se emparejan con tino entrevistadores y entrevistados de potente calado (Ingersoll y Koolhaas, Nieto-Sobejano y Libeskind, Tuñón y Herzog, Fernández-Galiano y Foster, Mangado y Perrault, Curtis y Navarro-Baldeweg, Verdú y Siza o Souto de Moura y Pallasmaa), las tienes en la versión digital, tan cuidada como la revista en papel, y donde destacan las fotografías (como la de la página de inicio ¿del taller de Assemble?), muchas de Fernández-Galiano hijo.

Tras la mini-presentación (lo mejor del acto), en la que los arquitectos presentes, en animado trío, desgranaron amenos detalles sobre las entrevistas realizadas para la revista (ojalá hubiera durado más), fuimos invitados a la degustación de los exquisitos bocados que nos habían preparado. Es de agradecer que nuestras anodinas vidas sean sazonadas de vez en cuando con estos momentos premium. El cóctel me permitió descubrir (aunque ya la conocía) de primera mano la otra cara de la profesión, mucho menos glamurosa que la que acababa de presenciar. Entablé conversación con una desencantada pareja, calculo que bien entrada en la treintena. Él, tras estudiar la carrera y empezar a trabajar en un despacho haciendo anónimos proyectos de viviendas había decidido colgar los hábitos y trabajaba en un concesionario de automóviles, y ella, tras una experiencia similar, se dedicaba al paisajismo. A poco de empezar a hablar me espetaba ella (la más crítica), que apostaba a que la gran mayoría de los presentes allí (había un buen número de jóvenes de su edad), no llegaba ni a los mil euros de sueldo, lo cual es especialmente triste teniendo en cuenta los largos y duros años de una carrera particularmente dura. Todos sabemos que la crisis se ha cebado especialmente con los arquitectos y otros profesionales asociados a la construcción, que no solo han perdido poder adquisitivo como ninguna otra profesión liberal sino que encima se les ha culpabilizado injustamente por todo este sindiós. Para qué tanto estudiar, apuntaban, si al final lo único que importa a la constructora de rigor es abaratar costes. Abrumado, apenas era capaz de reaccionar ante la triste visión de dos chavales frustrados que en plena juventud parecían haber tirado ya la toalla en cuanto a sus expectativas laborales. Intenté hacerles ver que en todas partes cuecen habas, y que para todos es duro el ajuste tras salir de la universidad en la que idealizas sin remedio un trabajo que poco tiene que ver con la cruda realidad. Que la vocación no dura para siempre, que llega un momento en el que hay que asumir que lo que haces es ya solo un trabajo que paga facturas, y toca reinventarse o fingir. Que no podemos esperar a que los demás nos valoren (algo muy inusual por cierto) para sentirnos satisfechos con lo que hacemos, que dicha satisfacción solo puede partir de nuestro propio convencimiento de que hacemos lo correcto. Alabé su valentía al haber reconducido sus vidas (aunque en mi fuero interno pensaba que yo habría perseverado quizá un poco más), y les dije que eran muy afortunados por haber tenido la oportunidad de haber estudiado una carrera tan bella. Ahí debí tocar la fibra de la arquitecta, porque por primera y última vez dijo algo positivo: la carrera me ha ayudado a aprender a mirar de otra manera. Con eso me quedo.

A veces los árboles no nos dejan ver el bosque

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